TRANSGRESIÓN EN SENTIDO EXTRAMORAL
Esther
Díaz
Publicado por la Revista "Topía" en
abril de 2012
Cuando la luz
comienza a desteñir las sombras que rodean los mandatos se
pueden vislumbrar como relámpagos las prácticas, a veces
espurias, que los sostienen. Al iluminar nuestros orígenes
-donde el mito se entreteje con la historia- surgen
vestigios de las llamas que forjaron los inicios y ante
nuestros ojos asombrados desfilan,
como en una linterna mágica, asesinatos, estupros,
traiciones, incestos, parricidios y fratricidios. Figuras y
conceptos que se podrían expresar en pocas palabras:
hablemos de transgresión.
Miremos hacia Grecia arcaica. Aparece un rey paranoico,
Layo, que ordena
asesinar a su
pequeño hijo. El temor era que, que en algún momento, ese
puñado de vida palpitante quisiera deshacerse de él y
quedarse con su mujer y con su reino. Si medimos este acto
desde el imaginario actual cabe preguntarse hasta qué punto
el delirio persecutorio del padre no se convierte en mandato
irrevocable para el hijo, ¿Por qué casi todos los ojos
psicoanalíticos se iluminan ante la neurosis de Edipo pero
no ven la paranoia paterna? Sea como fuere, el mito arcaico
devino teoría psicológica que en última instancia no deja de
ser un mito del siglo XX.
Veamos otro caso. La princesa Rea Silvia se enamora de su
padre -Numitor- el soberano de Alba, la antecesora mítica de
Roma. Dos gemelos nacieron del incesto. El rey ordenó asesinarlos.
Alucinaba futuras traiciones provenientes de sus
descendientes. El
desencadenante de la persecución paterna es similar al de
Layo. Un trenzado de celos y recelos.
También estos niños fueron
salvados de manera increíble y, siendo adultos, Rómulo mató
a su hermano por una cuestión de límites. Sabido es que no
se debe transitar por encima del trazado de la ciudad, pero
Remo, herido porque los augurios habían dictaminado que la
ciudad se fundara en la colina elegida por su hermano
transgredió la norma
entre despechado y socarrón. Rómulo no lo toleró, le hizo
pagar con la vida por la contraversión
“municipal”. En cambio él no pagó por el
filicidio. Desde tiempos inmemoriales los grandes imperios,
las revoluciones científicas (y las otras) e incluso las
religiones se gestan (y suele conservarse) transgrediendo.
Observemos ahora el Antiguo Testamento. Según la tradición
judeocristiana Caín y Abel pertenecen a la primera
generación de humanos. Caín es labrador y su hermano pastor.
El primero le ofrece al Señor los más prístinos frutos de la
tierra: trigo, legumbres, hierbas olorosas, frutas. Abel por
su parte le ofrenda las primicias de sus crías: cabritos,
lechones, mamones. Dios -que evidentemente no es
vegetariano- acepta únicamente la ofrenda del ganadero.
Caín, el agricultor, no soporta el desprecio y enceguecido
de celos apela a una excusa poco creíble. Mata a su hermano
por un plato de lentejas. Las consecuencias son de todos
conocidas. Sin embargo Caín a pesar de la ira divina
construyó, sembró, fornicó y tuvo una prole numerosa, fruto
de la obvia unión incestuosa con una de sus hermanas,
después de matar al hermano de ambos. No tenía otra
posibilidad si aspiraba al himeneo y a ser el único líder de
la primera ciudad terrenal.
Otro mito del Antiguo Testamento cuenta que un faraón ordena
la matanza de todos los niños judíos que habitan su reino.
Teme que los extranjeros le usurpen sus dominios. La madre
de uno de ellos y -poco después la propia hija del soberano-
transgreden el imperativo real y salvan al pequeño Moisés.
La desobediencia de las leyes cívicas fue la condición de
posibilidad para gestar uno de los líderes más importantes
del pueblo de Dios. Otra transgresión forzosa si se
considera que posibilitó la reafirmación de una nación.
Contemplemos por último el Nuevo Testamento. Una muy joven
recientemente casada transgrede la fidelidad matrimonial y,
en lugar de fecundar un hijo con su marido, lo hace con uno
de los integrantes del trinomio divino. Esta anomalía no
solo no es condenada. Por el contrario, esa mujer es
venerada por los siglos de los siglos y Jesús, el fruto de
la extraña unión, hace milenios que reina espiritualmente
sobre una de los tres monoteísmos vigentes. No comentaré en
esta oportunidad que también ese niño había sido condenado a
muerte en una matanza colectiva de recién nacidos de la que
salió indemne. Pero sí es digno de destacarse que la
religión que fundó se sostiene a fuerza de normas violadas o
escamoteadas. Valgan como ejemplo los curas pedófilos.
Profanación,
ausencia y exceso
La transgresión no niega lo prohibido, lo completa. El deseo
es la fuente de toda transgresión, ocupa el volumen
histórico que en otros tiempos ocupaba Dios, que ha muerto.
Esta carencia ha enturbiado los parámetros. Dostoyesvski
sostenía que si Dios no existiera todo estaría permitido.
Entiendo que más que a la divinidad se refería a las normas
y deberes que estrían el entramado social. Sin reglas la
transgresión no se realiza ni parece posible mantener cierto
equilibrio comunitario sostenido por lo sagrado a veces y
otras apuntalado por lo profano. Valores higiénicos,
políticos, morales, económicos, informáticos y de seguridad
ciudadana.
Las prohibiciones son meras palabras, conceptos
consensuados, sostenidos y controlados por
el poder. Si bien esas palabras represoras son
performativas ya que su enunciación produce efectos.
Los símbolos, cuando
establecen normas, operan como ideas regulativas de
conductas. Por ejemplo, si se establece la prohibición del
incesto en una cultura que lo practicaba “naturalmente”, se
instaura al mismo tiempo la posibilidad de transgredir con
esa práctica que, paradójicamente, hasta ayer no más era
“normal”.
Existen transmutaciones valorativas. Imperativos emanados
del discurso religioso que son
cooptadas por el jurídico. Otras provienen del discurso
médico y se impregnan de valores éticos. Pero movilizando
cualquier transgresión siempre está la ilusión de un placer
devenido del acto transgresor. El placer es estirpe del
deseo y el deseo -desde su trasfondo mítico y psicológico-
siempre es erotico, placer y
desasosiego. Aun cuando se trate de la guerra, el
trabajo, la economía o la familia. Foucault considera que
lejos de haber liberado la sexualidad, nuestra época sin
Dios la ha llevado exactamente hacia su límite, a las
fronteras de la conciencia.[1]
Gobernar es más placentero que
copular.
Metalenguaje degenerado de la seducción, mezclado con el
metalenguaje degenerado de lo político. Comunitariamente
operacional.[2] La
sexualidad está imbuida de tabú y es el límite de la ley
porque contiene en sí la totalidad de lo prohibido. El tabú,
antepasado de la moral y del derecho, trata de imponer orden
al caos. Su justificación es la armonía del accionar
comunitario. Subyace en nuestras formaciones culturales y se
trasviste de moral, justicia,
orden y hasta de leyes científicas. Su funcionalidad
permanece intacta, se trata de la economía del poder
racional -o racionalizado- enfrentándose con el derroche de
los sentidos. Sin racionalidad que los contenga, ley que los
amilane, ni poder que los detenga.
Una ley siempre prohíbe, incluso cuando otorga. Se otorga
libertad para que dos personas contraigan matrimonio
legalmente, pero se prohíbe tácita aunque terminantemente
que se realicen matrimonios compuestos por mayor número de
personas. Se permite salir de un país e ingresar a otro,
aunque está totalmente vedado hacer uso de esa ley sin
poseer los documentos requeridos. Ley es límite.
La ley y el erotismo contienen en sí la posibilidad de todas
las transgresiones pero necesitan lo prohibido como
condición de su existencia. La sexualidad produce
profanaciones sin objeto, vacías y replegadas sobre sí
mismas. No existe un vaciamiento raigal del deseo, existe
más abundancia que carencia. Pulsión, acción, creación,
contienda, frenesí y hasta revolución. A veces crimen pero
siempre acción (material o pensante). La vacuidad de sentido
reside en el objeto, no en el deseo que no deja de
excederse. Ese deseo exacerbado que cuando se enrosca
consigo mismo se autoanilquila en el placer. “Simone, cuya
conducta durante la orgía había sido más infernal que nunca
no podía olvidar que el orgasmo imprevisto, provocado por su
propio impudor, por los gemidos y por la desnudez de
Marcelle, había superado en potencia todo lo que ella habías
imaginado hasta entonces.”[3]
¿Vacío o exceso?
El término ‘sexualidad’ acaeció en la historia en el momento
mismo en que se tomó plena conciencia de la muerte de Dios.
Acontecimiento que se manifiesta en la modernidad. No porque
Dios hubiera muerto recién en el siglo XVIII –ese crimen se
venía perfeccionado desde los comienzos de la filosofía–
sino porque la racionalidad moderna desacralizó los
guiñapos de Dios que aun substituían. No me refiero al Dios
de las religiones morales y monoteístas. Ellas nacieron, se
desarrollan y existen sin rastro alguno de sacralidad. Se
regodean simplemente con el cadáver divino y, dentro de
ellas, tampoco me refiero a Jesús cuyo monoteísmo y
moralismo lo convierten también
en un nihilista. Me refiero al politeísmo, al ballet
de los valores recreados, a lo sagrado como sentido, al
tiempo como enigma, a un presente intermitente y perpetuo,
dionisíaco.
Desde que Dios no está nos movilizamos en pos de su
ausencia. La transgresión a la vez que conjura lo ausente se
reduce a su propia pureza, ¿qué significa cualquier
transgresión -por horrorosa y aberrante que sea- comparada
con los ilimitados contenidos que pueden abarcar
imaginaciones
desbocadas por el deseo, por cualquier tipo de deseo?
La transgresión
aplasta al ser contra sus fronteras.
¿Contra qué dirige la transgresión su fractura y a qué vacío
debe la libre plenitud de su ser, sino a aquellos mismo que
ella atraviesa con gesto violento y destina a ser barrido
con el trazo que borra?[4]
El suicidio de la prohibición
La transgresión es tan fugaz como un suspiro. Tan pronto
como se realiza expira y nos enfrenta con una frontera
vedada y destruida. La prohibición, esa marioneta del poder,
existe para ser violada. No hay prohibición que no pueda ser
desobedecida. Incluso a veces permitida o exigida. La fiesta
es permitida.
[5] Los
cuerpos y las almas enfiestadas se llenan de intensidad.
Algo de abre en la fiesta, que es trasgresión instituida,
mientras que el estado de excepción es transgresión exigida. La suspensión de la ley
por la justicia misma
es su autonegación, estado excepción. El nazismo gobernó
todo el tiempo bajo el dominio de ese estado.[6] Los
countries y las villas miserias también se sotienen en algo
semejante.[7]
La guerra es el estado de excepción por excelencia. “No
matar”. El mandamiento pretendidamente universal se anula a
sí mismo cuando se declara la guerra. Georges Bataille se
refiere a la contradicción del imperativo de no matar
matando. El sacerdote, de cuya boca y escrituras surge la
prohibición de matar, bendice con pompa a los ejércitos que
van a la guerra; y les da la bienvenida a los matadores con
un Tedeum solemne si regresan victoriosos.
Las prohibiciones sobre las que se sostiene la razón no
suelen ser razonables.
El reposado y calmo mundo de la razón se apoya en el lodo de
la violencia enardecida. Las leyes prohibitivas terminan
imponiéndose a fuerza de terror y solo el ser racional sabe
ejercerlo estratégicamente mediante la guerra, la punición,
la penitencia. La violencia del interdicto no es hija del
cálculo sino de las pulsiones, o del cálculo al servicio de
ellas. Arremetida feroz contra los límites. Sin olvidar que
los cimientos comunitarios no solo se fraguan en la
potencian del vacío, en esa misma aleación borbotean los
excesos.
Más allá de la ética
Por un principio de economía en los procedimientos de
sometimiento social se suelen amontonar todo las
prohibiciones bajo el manto de la moral. Y por el mismo
principio se hace lo propio con las consecuencias de todas
las transgresiones. Sin embargo es posible pensar la
transgresión sin contaminarla con normas éticas. Un pequeño
ejercicio de ontología en el que se intente pensar la
transgresión no en sí misma, pues no tendría razón de ser si
no se produjera en el intercambio humano; sino en el
entramado en el que se produce, manifiesta y permanece. ¿Es
posible pensar la transgresión divorciada de lo escandaloso,
perverso o subversivo?, ¿es posible pensarla de manera no
negativa?, ¿y pensarla sin valorar?
Quizás sería posible si la sustrajéramos del mundo
maniqueo de la eticidad bivalente: bueno o malo, tolerado o
discriminado. De modo que, si nos liberáramos del peso del
camello de la metáfora nietzscheana, captaríamos los
desbordes en su desnudez ética. Desde esa perspectiva la
transgresión es autoafirmación de una línea de fuga del
deseo. Rómulo consolidando el gobierno de la ciudad. Edipo
gobernando en lugar de su asesino. Numitor poseyendo a su
hija y fecundando. La madre de Moisés arrojándolo a una vida
poderosa. Caín rechazando la arbitrariedad divina. María por
siempre reina.
Pensar la transgresión des-moralizada es descartar los
resultados para captar el efímero instante en que se rompen
las barreras y la existencia titila entre el orden y el
caos. Sin culpa. Seducción de la transgresión.
Acontecimiento sublime en sentido kantiano.[8] El
intelecto no alcanza a abarcar lo terrorífico, aquello que
desborda los límites. La inmensidad sin concepto. La
transgresión afirma la finitud en tanto le permite asomarse
a lo ilimitado como si se abriera por primera vez a la
existencia. Quedarse en la transgresión es desvirtuarla.
Toda fosilización es letal. La transgresión es afirmación
que dilemáticamente no afirma ni niega nada. Reconduce. En
la transgresión, los valores éticos son empujados a sus
límites. “Desmoralizados”. Y ahí, despojados de artilugios,
pueden ser cuestionados. No tienen otro estatuto ontológico
que su propio cuestionamiento frente a una transgresión tan
desnuda de sentido moral como de altruismo. Ciega.
Más allá y más acá de las prácticas, bordeando los
límites y en el perímetro mismo que las abarca, subyacen las
palabras. Dice Foucault que el enredo de palabras de donde
también surge la filosofía tal vez no sea una pérdida del
lenguaje -tal como parecía indicarlo la hoy lejana
dialéctica- sino más bien la profundización misma de la
experiencia filosófica en el lenguaje. El hallazgo de que la
transgresión es en él y deviene donde dice lo que no puede
ser dicho, de que actúa donde la palabra se lo prohíbe,
realizándose en la experiencia del límite tal como la
filosofía tendría que ocuparse de pensarla.[9]
[1]
Foucault, Michel,
Prefacio a la
transgresión, Buenos Aires, Tribial, 1993.
[2]
Baudrillard, Jean,
De la seducción, Madrid, Cátedra, 1984.
[3]
Bataille, George,
Historia del
ojo, Barcelona, Tusquets, 1993.
[4]
Foucault, Michel, ibidem.
[5]
Bataille, George,
El erotismo,
Barcelona, Tusquets, 1985.
[6]
Agamben,Georgio,
Estado de
excepción, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007
[7]
Díaz, Esther,
Las grietas del poder, Buenos Aires, Biblos,
2010.
[8]
Kant, Immanuel,
Critica del
juicio, Buenos Aires, Losada, 1993.
[9]
Foucault, Michel, ibídem.
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