LA CONSTRUCCIÓN CORPORAL COMO OBRA DE ARTE
(Resumen)
Esther
Díaz
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El cuerpo humano había sido elevado, por
los griegos, a la categoría de obra de arte. Más tarde fue
ocultado, negado, despreciado. Hoy, a partir de nuevas
prácticas y de nuevos discursos, asistimos a su exhumación.
Para el griego del comienzo de nuestra
cultura, la naturaleza formaba parte de lo sagrado,
satisfacía las necesidades humanas y cumplía, además, una
función estética. Ahí estaban las montañas, los ríos y la
enmarañada vegetación para solaz de los seres vivos. Ahí
estaban las piedras, los pájaros y el murmullo del viento
para acompañar armónicamente su diario transcurrir. Como el
cuerpo también es naturaleza podía igualmente cultivarse
para constituirse en objeto bello. Mientras otros pueblos
adornaban sus cuerpos con telas recamadas, joyas y pinturas,
los griegos transformaban estéticamente sus propios cuerpos.
La configuración física devenía adorno. Las dietas, las
gimnasias y los masajes producían esculturas vivientes. El
cuerpo de este modo, se convertía en una obra de arte.
Para los griegos, el cuerpo así
embellecido era un órgano al servicio de la voluntad. Más
tarde, también los romanos dedicarían tiempo y energía a la
autorrealización. No obstante, en los estoicos romanos
tardíos, la finalidad es dominar las pasiones a través de un
cuerpo sometido a disciplina. Mientras
los griegos cultivaban una estética de la existencia,
los romanos procuraban un cuidado de sí. En ambos está
presente lo estético y la construcción de uno mismo. Pero,
mientras los griegos acentúan la armonía entre cuerpo, alma
y ciudad; los romanos, apuntan a la imperturbabilidad del
ánimo. Un cuerpo dominado es excelente condición de
posibilidad para dominar las tormentas del alma. Con estas
premisas se prepara el camino para el advenimiento del
cristianismo. Se prepara, asimismo, el ostracismo del
cuerpo. Para los cristianos, el cuidado de sí implicó, en
cierto modo, un olvido de sí. Mejor dicho, una exaltación de
lo espiritual en detrimento de lo corporal.
Los paganos romanos dedicaban hasta ocho
horas diarias a mimar el cuerpo: gimnasias, baños, masajes,
afeites. El aseo personal y las abluciones diarias no
constituían un privilegio de clase. El privilegio era poseer
piscina propia; pero la población en general acudía a las
públicas. Incluso los indigentes y los esclavos. En
contraposición a esta costumbre pagana, los cristianos
primitivos no se bañaban, eran indiferentes a los ejercicios
corporales, rechazaban los cosméticos y ni siquiera
consideraban la posibilidad de los masajes, los ungüentos y
los perfumes. Las piscinas, centros sociales por excelencia
del Imperio romano, a partir del triunfo del cristianismo,
se llenarán de moho, de herrumbre y de desdén. Tal será
también el destino del cuerpo.
La Edad Media continuará ignorando --o
despreciando-- la encarnadura perecedera del alma inmortal.
Recién en el Renacimiento resurgirán los cuerpos. Pero casi
exclusivamente en el terreno del arte, aunque no ya
como arte. Los
cuerpos desnudos pintados por los transgresores pintores
renacentistas provocaron escándalo. Anatema. Un púdico manto
de censura obnubiló los magníficos torsos de la Capilla
Sixtina.
Los gélidos aires de la Reforma y la
Contrarreforma terminarán rápidamente con la brevísima
primavera renacentista del cuerpo. Otra vez las telas para
tapar, ahora, los cuerpos vivos, la suciedad para
empiojarlos y, en el mejor de los casos, perfumes para
disimular sus olores.
En el siglo XIX, el cuerpo humano cobra
nuevamente un rol protagónico promocionado por una ciencia
exitosa. Nace la anatomopatología. El conocimiento
científico, evidentemente, ya había descubierto el cuerpo.
Pero el siglo positivista universaliza su estudio. Se trata,
es cierto, de cuerpos muertos. No obstante lo que se lee en
ellos puede aplicarse a los cuerpos vivos. Desde la fría
claridad de la sala de autopsias llega una nueva sabiduría
sobre el cuerpo.
Por fin, al mediar el siglo XX, se
comienza a considerar el cuerpo, desde su vitalidad. Esto
responde a ciertas prácticas sociales. Si se reflexiona
sobre esas prácticas, se pueden dilucidar algunos aspectos
de la constitución de nuestras subjetividades en general, y
de nuestras subjetividades corporales en particular. Los
sujetos que compartimos una misma época histórica,
compartimos también sus verdades, sus valores, sus
significaciones, sus materialidades. Un hombre o una mujer
medievales se diferencian de un hombre o una mujer
contemporáneos tanto por sus mentalidades como por sus
contexturas físicas. Las de ellos se formaban desde las
verdades religiosas; desde los enfeudamientos materiales y
mentales; desde las prácticas guerreras, para los varones; y
las de exclusión, para las mujeres. Las nuestras se forman
desde el planetarismo de los medios masivos, desde las
verdades científicas, desde las culturas psi, desde
los desarrollos tecnológicos y desde una tendencia hacia la
plurisexua1idad.
Ante esta problemática algunas preguntan
se imponen:
¿Cómo comenzó el premoldeado del cuerpo
contemporáneo?
¿Por qué el
cuerpo robusto,
sonrosado y conciso, de comienzos del siglo XX, “pasó de
moda”? ¿Qué hizo que la mujer rolliza del cine mudo
desapareciera como modelo a seguir?
¿Cuál es la atracción de los cuerpos
anoréxicos contemporáneos?, ¿y la de los glúteos y senos
femeninos en exposición constante, ¿por qué no se muestran
en cambio, los atributos sexuales masculinos?
¿Cómo “descendieron” los cuerpos
deportivos desde la aristocracia (que los hegemonizaban)
hasta los potreros de los pobres -donde el deporte moldea
más allá de aspiraciones concretas de portar “buen lomo”-?
¿Cómo la misma sociedad que produce
obesos a la vez los discrimina?
¿Qué papel cumplió la popularización de
los espejos en la constitución de los cuerpos modernos?, ¿y
la de los medios masivos en los posmodernos?
Así como los paganos se proponían
construir su cuerpo como quien construye una obra de arte,
¿podemos aspirar actualmente a hacer una obra de arte no
solo con nuestro cuerpo sino incluso con nuestra vida?
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